La Reina Margot(c.1) by Alejandro Dumas

La Reina Margot(c.1) by Alejandro Dumas

Author:Alejandro Dumas
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-09-24T22:00:00+00:00


XXXI

CAZA MAYOR

El montero que había apartado al jabalí y que aseguró al rey que el animal permanecía en el recinto destinado a la caza no estaba equivocado. En cuanto el sabueso encontró la pista, se metió en el monte a hizo salir de entre unos matorrales al jabalí. Como ya dijera el montero que había reconocido sus huellas, se trataba de un viejo ejemplar, es decir, de una bestia de gran tamaño.

Salió corriendo en línea recta y atravesó el camino a cincuenta pasos del rey, seguido solamente por el sabueso que le había descubierto. Soltaron en seguida la primera jauría, y una veintena de perros se lanzó en su persecución.

La caza apasionaba al rey Carlos. Apenas el animal había cruzado el camino, el rey se lanzó tras él tocando el cuerno, seguido del duque de Alençon y de Enrique, quien, por una seña de Margarita, comprendió que no debía apartarse de Carlos IX.

Todos los demás cazadores siguieron al monarca.

En la época en que transcurre nuestra historia, los bosques reales de los alrededores de París distaban mucho de ser lo que son hoy, es decir, grandes parques cruzados por caminos transitables. Entonces, la explotación forestal era casi nula. Los reyes no habían pensado aún en volverse comerciantes dividiendo sus bosques en cotos de caza o explotando las talas. Los árboles, sembrados por la mano de Dios a capricho del viento y no por hábiles jardineros, no estaban dispuestos a tresbolillo, sino que crecían a su antojo, como ocurre todavía en las selvas vírgenes de América. En una palabra, un bosque en aquel entonces era una guarida de jabalís, ciervos, lobos y bandoleros. Y sólo una docena de senderos que partían de un punto recorrían el de Bondy, que estaba rodeado por un camino circular, tal como la llanta de una rueda envuelve los radios.

Llevando la comparación más lejos, podría decirse que el cubo de la rueda constituía la única encrucijada, situada en el centro del bosque. Allí se reunían los cazadores extraviados para comenzar de nuevo la búsqueda de la presa.

Al cabo de un cuarto de hora sucedió lo que siempre sucedía en tales casos: insuperables obstáculos se opusieron al paso de los cazadores, los ladridos de los perros se perdían a lo lejos y el rey volvió al punto de partida, jurando y maldiciendo como de costumbre.

—¡Eh! ¡Alençon! ¡Enriquito! —dijo—. ¿Qué es esto? ¡Por Dios! Estáis tranquilos como si fuerais monjas que siguieran a su abadesa. Esto no se llama cazar. Vos, Alençon, parece que acabáis de salir de una caja, estáis tan perfumado que si pasáis entre el jabalí y mis perros sois capaz de hacerles perder el rastro. Y vos, Enriquito, ¿dónde está vuestro venablo y vuestro arcabuz?

—Señor —dijo Enrique—, ¿para qué el arcabuz? Sé que a Vuestra Majestad le agrada tirar al animal cuando resiste a los perros. En cuanto al venablo, es un arma que manejo con mucha torpeza, pues no se usa en nuestras montañas, donde cazamos osos con un simple puñal.

—¡Pardiez! Enrique, cuando volváis



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